27 marzo, 2008


El Corredor de la muerte (parte 2/3 )

Para que una persona pueda realizarse como tal, independientemente de los años que esta tenga, no basta tan sólo con cubrir sus necesidades básicas y hacerlo esperar frente al reloj a que llegue su hora.

Para que un ser humano pueda estar satisfecho y tranquilo, permítanme que redunde en estas dos palabras pero es que me parecen muy apropiadas, son necesarias muchas más cosas, porque el hombre por naturaleza no está hecho para estar sólo, continuamente necesitamos vernos recompensados interiormente por gestos generosos y sentirnos realizados por y para otras personas. Pocas enfermedades son tan destructivas como la soledad, una metástasis que devora poco a poco el corazón hasta extenderse hasta la mente e instalarse en todo el cuerpo, vaciándolo de defensas y dejándonos desnudos ante el resto de enfermedades, eliminando cualquier esfuerzo de lucha por vivir y dando lugar en la mayor parte de los casos a depresiones más o menos profundas. Para la soledad de nada vale cualquier remedio científico, sólo se combate por remedios humanos. Esos que están al alcance de nuestras manos y que generamos nosotros mismos.

La Tercera Edad necesita sentirse viva, necesita renovar las energías agotadas por los tremendos y durísimos tiempos que vivieron, por dos motivos principales: por caridad humana, y recompensa merecida. Los tiempos de hambre y miseria que estas personas pasaron por culpa de guerras inútiles y atroces han causado mella y han hecho estrago en ellos. Por esto se lo debemos, porque lucharon por seguir adelante, porque lucharon por todos los lujos que hoy en día disfrutamos sin apenas darnos cuenta.

Hay que exprimir mucho más ese artículo de la Constitución donde parece protegernos de la soledad. Porque no olvidemos y tengamos muy presente el motivo por el que estas personas se encuentran aquí metidas: por el abandono de sus familiares. Pero que nadie se indigne ni se eche las manos a la cabeza, porque claro que es verdad que habrá casos en los que ese abandono esté justificado por la necesidad e imposibilidad de sus familiares de hacerse cargo de la persona mayor.

Aunque si alguien se indigna por ser suyo el caso mejor todavía, porque así reflexionará algunos minutos sobre esa frase que aquel “viejecito” de 77 años me dijo casi al oído: “Muchacho, este es el corredor de la muerte. Aquí no hacemos otra cosa que esperar a que llegue la hora de partir”. Llevar 40 años en el mismo sitio, con la misma tristeza de siempre, debe de hacer un daño irreparable a una persona. Tengan claro que al pasar los 60 ó los 70 años uno sigue siendo persona, me niego a aceptar que uno se convierta en un mueble obsoleto que al principio parece tener cierto valor de reliquia pero que al final se acaba convirtiendo en un estorbo donde no hay otra solución que apartarlo al trastero hasta caer en el olvido. No todo se cubre de polvo. Además de una crueldad y una injusticia, me parece una falta de respeto de grandes magnitudes y macabras consecuencias.

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