27 marzo, 2008


El Corredor de la muerte (parte 1/3 )

El corredor de la muerte asoma por los pasillos faltos de luz, por las paredes pintadas de sonidos, por una vida falta de vida misma. Este asilo de ancianos no es una zona de recreo, no es un club social… al menos no para ellos, los protagonistas de este artículo. No es justa la muerte que tienen impuesta estas personas, no por la muerte en sí misma, que no deja de ser una sentencia a la que nadie queda inmune o libre, sino por la forma de esperarla que les ha sido asignada.

Si mis conocimientos no son erróneos, en la Constitución Española, según el capítulo III en su artículo 50 respecto a la Tercera Edad, queda establecida la dignidad con la que tienen que ser tratados nuestros mayores así como el sistema de servicios sociales que les atenderán adecudadamente. Si este es un derecho que tenemos todos los españoles, y en particular la Tercera Edad, no entiendo por qué este hecho no se cumple en el Asilo de la Tercera Edad de San Antón, en la capital manchega de Albacete.

Esta residencia no está creada por ningún organismo público que la sustente y la apoye económica y socialmente, tan sólo, que al menos es algo, cuenta con la caridad del Ayuntamiento de la ciudad que colabora en las facturas de agua, luz y alguna que otra exención de la contribución pública. Aquí, las monjas se encargan de su cuidado y de su atención personal, sin que puedan existir mayores ni menores críticas al respecto porque hacen lo que pueden dentro de las limitaciones económicas a las que están sometidas. A cambio de lo que buenamente puedan aportar los residentes, estas mujeres dedican su vida a estas personas para intentar que se sientan acompañados. Qué sería de ellos sin estas mujeres de Dios que tratan de convertir este edificio en un pequeño Paraíso.

Mi interpretación del artículo constitucional, quizá excesivamente profundo pero no equivocado, me hace reflexionar en voz alta sobre el significado del término bienestar al que se alude directamente. Según la RAE, se define como el estado de la persona que goza de buena salud física y mental, lo que le proporciona un sentimiento de satisfacción y tranquilidad. Pues bien, la salud física y mental de las personas que visité no me parecieron mermadas, dentro lógicamente de los límites y márgenes que las edades que poseen les permite, porque una persona de 103 años siempre afrontará dificultades que le impidan llevar una vida totalmente normal; pero en cuanto al sentimiento de satisfacción y tranquilidad discrepo sustancialmente. Nadie mejor que uno mismo para determinar y conocer el estado de salud en el que nos podamos encontrar con el paso de los años, y asumiendo tal hecho y siendo conscientes de nuestras limitaciones podemos pese a ello estar satisfechos y tranquilos tal y como el término bienestar hace referencia. Pero no, en este caso no se cumple este precepto anteriormente nombrado. Y me atrevo a escribir tal afirmación no por confiar en lo acertado de mis impresiones, sino porque ellos mismos me lo hicieron notar y me lo hicieron llegar, por muchos gestos, verbales y no verbales, esto es, porque además de oírlo de viva voz por uno de los ancianos que se encontraba perfectamente en su sano juicio, expresándome tal parecer con sentimiento triste e impotente, lo pude notar en los rostros, esas palabras que no dicen nada pero que simbólicamente resultan enormemente juiciosas y difícilmente irrefutables. Una realidad diáfana y comprobable con tan sólo compartir una mañana a su lado.

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